En la última entrega del Índice de Confianza del Consumidor (ICC), elaborada por la empresa Unimer para El Financiero, y que hacemos pública en la sección de Finanzas de esta edición, se confirma lo que desde hace algún tiempo viene sintiéndose en los distintos sectores de la economía nacional: las expectativas de los hogares costarricenses se han venido al suelo y se ha perdido la confianza en el futuro.
La inflación, el deterioro de los ingresos y los bajos salarios son identificadas como las principales amenazas.
Además, se estima que las condiciones de empleo y de negocios se han deteriorado y que es poco o nada lo que puede esperarse de lo que resta de este Gobierno.
En pocas palabras, existe la convicción de que en el año venidero empeorará la situación personal y del país.
Y es que no podría ser de otro modo porque si en algo ha sido efectiva la administración de don Abel Pacheco es en haber dejado traslucir la indolencia que la caracteriza en el manejo de la cosa pública: sea en el campo de las relaciones internacionales, en el desarrollo de infraestructura, en la atracción de la inversión extranjera, en la política comercial, en los programas sociales, en educación, o en la atención de emergencias sanitarias, la desidia y la indiferencia han sido siempre la nota predominante.
En efecto, si en el pasado nos hemos visto obligados a criticar a los gobernantes porque promovían iniciativas que considerábamos equivocadas o por su torpeza en la implementación de políticas que creíamos correctas, en esta ocasión el pecado ha sido la incapacidad y desgano para tomar decisiones, asumir con seriedad las altas funciones del cargo para el que se le pidió el voto a los electores, y dirigir al país por la senda del progreso.
Esta actitud del primer mandatario y de los máximos jerarcas ha permeado en el resto de los funcionarios públicos, a tal punto que entre los costarricenses prevalece el sentimiento de que no existe gobierno alguno y que los problemas siguen acumulándose -y agravándose- sin que a nadie le importe ni desvele.
Hasta la insistencia en sujetar toda propuesta a la aprobación de una reforma fiscal cargada de errores y dificultades y cuyo futuro es cada vez más incierto -en mucho por la falta de liderazgo del propio Pacheco-, ya debe verse más como una excusa para responsabilizar a terceros de la inacción gubernamental que como un verdadero compromiso con la disciplina fiscal.
Es este ambiente de impotencia y descontrol lo que provoca, a su vez, que los empresarios nacionales y foráneos posterguen proyectos o decidan invertir en otros lugares y que, en consecuencia, se desacelere la economía, disminuyan las oportunidades empleo, y aumente la pobreza. En un entorno como éste, no es extrañar, entonces, que el desánimo se haya apoderado de la ciudadanía y de los agentes económicos.
Ciertamente, una democracia como la nuestra tiene la ventaja de que cada cuatro años los electores ejercen el derecho de escoger a quien les plazca para que ocupe la silla presidencial en Zapote, siendo esta renovación siempre motivo de optimismo.
Ello explica, quizás, por qué la desesperanza prevaleciente para los próximos doce meses tiende a disminuir en el mediano plazo.
Pero esa realidad de nuestra cultura política no significa que debamos resignarnos a una retirada temprana de don Abel, pues, como hemos señalado en otras ocasiones, lo cierto es que a la Administración Pacheco todavía le restan ocho meses de trabajo y sus obligaciones están lejos de haber sido satisfechas, sobre todo si se considera que los frutos obtenidos hasta ahora han sido muy escasos y que la agenda de tareas pendientes sigue siendo inmensa.
Sería imperdonable que la situación económica y social del país llegue a deteriorarse aún más, cuando mucho ayudaría que el gobierno se decida a emitir las señales correctas y tomar medidas concretas que, si son oportunas, bien podrían revertir la tendencia y reorientar el país, sin tener que perder tiempo valioso a la espera del ocho de mayo próximo.
No sabemos si al presidente Pacheco le preocupa o no el legado que dejará a las futuras generaciones. Pero si el juicio de la historia no es suficiente para conmover a don Abel, sí deberían serlo las penurias que su apatía inflige en la gran mayoría del pueblo costarricense.
Fuente: El Financiero