No recuerdo un despiste político en los últimos tiempos como el escenificado por Rodrigo Arias, en estos 12 meses, en pos de una candidatura presidencial. Nunca había visto tantos errores tan seguidos y de tanto bulto, en tan poco tiempo, de la mano de tan deficientes asesores y consejeros.
Los adivinos de derrotas políticas ajenas suelen hacer el ridículo. Lo vimos en la campaña política pasada. El pueblo tiene la última palabra. Nadie debe entonar el réquiem por Rodrigo Arias, pero pareciera que debe echar mano de un milagro para resurgir, a sabiendas de que se trata de un milagro personal, no divino. Debe entonar un potente mea culpa, rara avis política, y reinventarse a sí mismo, lo que insinuó hace tres semanas.
Pero, si el fin es incierto, las causas de este derrumbe son fáciles de discernir. En primer lugar, el poder, que embriaga y atolondra, debe administrarse con una calavera en la oficina y otra en la mesa de noche, para rastrear la fugacidad del tiempo y tener presente en todo momento la suprema verdad de la vida: “lo que no es eterno no vale nada”.
El poder descaminado desemboca en la ambición y en la pretensión de poner a su servicio los mecanismos políticos para allanar el ascenso a la cima, sin reparar en los medios más adecuados. En esta carrera acelerada, Rodrigo Arias traspasó los límites de la prudencia: irrespetó, con declaraciones inoportunas, la investidura presidencial de doña Laura Chinchilla, aunque en menor grado que su hermano, e intentó alargar su brazo político hasta la Asamblea Legislativa para retrasar sus investigaciones o vocear en ella sus denuncias. Asimismo, se excedió en su afán de controlar la asamblea del PLN y de llevar a su redil a los alcaldes recién elegidos del PLN.
No tuvo en cuenta tampoco lo elemental: la tradición política de nuestro pueblo, reacio a las precandidaturas precoces y, con más razón, precipitadas y sin guardar las formas. El 62%, en la encuesta publicada ayer, de Unimer para La Nación , lo verifica con creces.
Este apetito de poder y este activismo irreflexivo encuentra su explicación en uno de los errores más funestos que un político, un gobernante o cualquier gestor de la cosa pública o privada pueda cometer: la calidad de sus asesores, consejeros o estrategas. Si Rodrigo Arias quiere reinventarse, debe recordar el imperecedero refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Nuestro pueblo, que oye y ve, es más inteligente de lo que algunos políticos se imaginan. A la mesa del poder llegan comensales de todo tipo. Hay que saber escoger.
Fuente: La Nación