Los partidos curtidos por años de gobierno u oposición tienen la desventaja de que sus errores o vicios están documentados por las irrebatibles actas de la historia. Pero también lo están sus virtudes, aportes y equipos de trabajo.
Frente a estos «debe» y «haber» de una memoria acumulada, los votantes tienen mayor certidumbre sobre el «puede ser» de sus ofertas electorales, para aceptarlas o rechazarlas según el balance que establezca cada uno.
Con los partidos nuevos ocurre todo lo contrario: no hay vicios de poder que achacarles. Pero su trayectoria inexistente genera incertidumbre y puede hacer que las expectativas sobre lo mucho y bueno que proponen sean tan grandes como las dudas sobre las posibilidades de alcanzarlo. Por esto deben ser mucho más explícitos y convincentes sobre qué plantean, cómo pretenden lograrlo y con quiénes –más allá de los candidatos visibles– emprenderán la tarea.
Reto ineludible. Esta situación es hoy particularmente aguda para el Partido Acción Ciudadana (PAC) y su candidato Ottón Solís, a partir del ascenso que documenta la última encuesta de Unimer para La Nación.
De pronto, el movimiento emergente parece capaz, cuando menos, de tener un bloque legislativo con varios diputados; cuando más, de forzar una segunda vuelta por la Presidencia, a la que apuesta como competidor. Y mientras más expectativas sume, más deberá el PAC demostrar que es un partido organizado y coherente, en lugar de un grupo heterogéneo alrededor de un candidato.
Hasta ahora, su principal impulso se ha asentado en dos fuentes, sin duda importantes: el desencanto de amplios sectores ciudadanos con los partidos que ya conocen (Liberación y Unidad, especialmente), y su confianza en la capacidad y rectitud de un político que también conocen (Ottón Solís) para conjurar males acumulados por nuestro sistema político.
Ni el desencanto con otros ni la confianza en Solís cederán fácilmente entre quienes ya han optado por él, y aún podrían aumentar, de aquí a febrero, y añadirle seguidores. Pero difícilmente alcanzará el número crítico para optar por la Presidencia si no pasan también a primer plano tanto sus propuestas de gobierno como –y sobre todo– los supuestos metodológicos para implementarlas y los colaboradores en los que depositará la tarea
Ejes de pensamiento. Su programa, Convocatoria a las y los costarricenses, desarrolla una visión del Estado, la política y la sociedad a partir de un rechazo de las ideologías como fuentes de la acción, y de una apuesta por el pragmatismo instrumental y la inflexibilidad ética como acicates de conducción pública.
Solís ha dicho por años que el desarrollo o estancamiento de los países no se explica tanto por los modelos económicos que adopten (aunque rechaza visceralmente el «neoliberal»), sino por su apego a la disciplina, el ahorro, la eficiencia y el trabajo; es decir, más por actitudes que por doctrinas. Por esto, quizá, su programa está plagado de referencias al «cambio cultural» que debe introducirse en todas las esferas de la vida nacional. Y por esto su insistencia, como pieza esencial de gobierno, en la eficiencia y productividad del aparato estatal.
El PAC se aleja de las nociones de Estado empresario o subsidiario, postuladas antes por socialdemócratas y socialcristianos, pero ya en desuso; tampoco adopta las de Estado estratega o regulador. En su lugar se inclina por un Estado gerencial y participativo, una suerte de gran junta directiva de la sociedad, con la asamblea de accionistas siempre vigilante.
Para la buena gerencia insiste en la productividad de las instituciones y sus funcionarios; para la participación plantea el rendimiento de cuentas, la obligación del buen servicio y el despliegue de una tupida red de «consejos» de usuarios y ciudadanos que vigilen o decidan sobre el desempeño.
El extremo conceptual de esta «acción ciudadana» es la noción de que las políticas y jerarcas de algunas instituciones sean escogidos por grupos organizados, no por el Gobierno. Y su más cuestionable propuesta es establecer un consejo económico y social, compuesto por representantes de empresarios y trabajadores, «como un organismo de consulta obligatoria permanente» para las decisiones del Ejecutivo y el Legislativo.
Posibilidades económicas. Por su explícito rechazo a las privatizaciones y su pertinaz insistencia en el proteccionismo y los subsidios para sectores productivos vulnerables, pero a cambio de más trabajo, Solís ha sonado más rígido en materia económica que su programa. Este postula que «el tema de las privatizaciones no es una prioridad», pero no lo rechaza como posibilidad; apuesta a la concesión privada de obra pública para construir infraestructura y propone fortalecer al ICE «en gobierno y administración» como «institución rectora de las telecomunicaciones», lo cual no implica, necesariamente, que sea el único proveedor.
Sobre la estabilidad fiscal y monetaria no hay concesiones: debe respetarse rigurosamente. Y su plan para combatir la deuda interna es una mezcla de dudosa ingeniería financiera estatista (entregar el INS a la Caja Costarricense de Seguro Social como pago de la deuda del Gobierno, por ejemplo), y ortodoxia pura: aumentar eficiencia y recortar gastos, incluso de ayuda social, que –según dice– podría mejorar con la mitad de los recursos.
Se manifiesta a favor de los tratados de libre comercio, en particular las negociaciones hacia el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), a condición de que sean instrumentos de desarrollo, no fines en sí mismos. Y pone gran énfasis en el papel del Estado para universalizar las «herramientas de creación de riqueza»: educación, salud, tecnología, crédito, telecomunicaciones, electricidad, deporte y cultura.
Su agenda esencial la completan un gran énfasis en el buen uso del ambiente como motor del desarrollo y en la igualdad de las mujeres.
Plan gerencial. No estamos, entonces, ante un cuerpo doctrinario impermeable, sino ante una suerte de plan estratégico como los que construyen los equipos gerenciales de las grandes empresas. Pero, como en ellos, la clave del éxito no está tanto en el documento, sino en sus posibilidades y modalidades de ejecución y en sus ejecutantes.
Entre los riesgos que Solís y el PAC deben sortear está que su modelo de participación ciudadana no conduzca ni a un Estado de corte corporativo, con áreas dominadas por grupos organizados que impongan sus intereses al resto de la sociedad, ni a un Estado paralizado por una red inmanejable de consejos o comités de control y gestión.
Deberá también diseñar cuidadosamente los pasos para que la ética del trabajo, la disciplina, la productividad y el rendimiento de cuentas pasen del discurso a la acción, en todos los ámbitos. Y no podrá eludir, en ningún momento, la barrera de un Estado sobredimiensionado, que difícilmente podrá administrarse con la eficiencia que propone si no se somete a severa reingeniería y si no se lleva a su dimensión adecuada (rightsizing), que no es la actual.
Todo esto necesitará, sea desde el gobierno o desde la oposición, además de un sólido liderazgo personal, una gran capacidad de negociación y concertación política para producir las acciones administrativas, legislativas y hasta constitucionales de las que dependerá la ejecución del plan. Además, requerirá no solo gente honesta y competente -–que el PAC ya tiene y podrá tener más después–, sino también un probado sentido y desempeño de equipo.
Hasta ahora, el principal equipo ha sido el propio Ottón Solís, que concentra el liderazgo, el mensaje y los planteamientos temáticos. A partir de ahora, el aumento de su caudal dependerá en buena medida de cómo logre combinar la fuerza de su propia imagen con el desarrollo de otras personalidades que demuestren la extensión y cohesión de su partido, y de cómo los postulados de su programa se puedan convertir en planes viables.
Para un partido nuevo todas estas tareas son particularmente difíciles. Pero, cuando, además de nuevo, se proyecta como grande y con aspiraciones aún mayores, está obligado a desarrollar madurez prematura. Solo ella permitirá añadir certidumbre a la esperanza; es decir, hacer viable políticamente un entusiasta movimiento cívico.
Fuente: La Nación. 16 de diciembre, 2001