La encuesta de Unimer-Research Internacional para La Nación, publicada el domingo y lunes recién pasados, removió, hasta sus fuentes, las aguas de la política nacional. No era para menos porque sus resultados indican un gran ascenso del candidato Ottón Solís y un descenso de Rolando Araya y Abel Pacheco, muy significativo en el caso del primero y menor en el del segundo. Además, muestran que, de celebrarse hoy las elecciones, surgiría una Asamblea Legislativa fragmentada en cuatro sectores preponderantes.
Es de esperar, en estas circunstancias, reacciones incontroladas en quienes dan sus primeros pasos en la política. No era previsible, sin embargo, que algunos dirigentes de un partido político de largo y sólido historial, como Liberación Nacional, en vez de recogerse para reflexionar y reconstruir su estrategia, se hayan lanzado, casi con sujeción a una consigna, a desacreditar a la empresa encuestadora y a este periódico y, peor aún, a suponer conspiraciones donde todo ha sido transparente y, a la vez, ha estado acreditado por casi 20 años de uso de las encuestas como método informativo democrático.
Quienes han reaccionado en esta forma no han advertido que, además de quebrantar principios éticos y técnicos fundamentales, están dañando su propia causa y afectando el normal ejercicio de la democracia, del cual forma parte una difusión libre de la información, incluidos los resultados de las encuestas.
No vamos a incurrir, por ser moneda de curso corriente en las democracias más sólidas del mundo, en el abuso de reiterar la importancia de las encuestas en un proceso electoral. Se supone que los dirigentes serios y estudiosos de los partidos conocen de sobra estos principios y prácticas, y, si no los conocen, entonces pueden estar flaqueando como líderes. Nos basta, más bien, tomar en cuenta los «argumentos» de los propios detractores de la encuesta del domingo pasado. ¿Por qué es inválida esta encuesta si la empresa que la elaboró y el periódico que la publicó son los mismos que, hace solo un año, le otorgaban, congruentemente, el triunfo en la convención interna de su partido a Rolando Araya, hoy candidato presidencial de PLN, sobre su adversario, José Miguel Corrales? ¿Por qué, en aquella oportunidad, los resultados producían fruición, y ahora, enojo y denuncias? Por otra parte, en estos 20 años, las encuestas de La Nación y, en general, las de todos los medios de comunicación del país que utilizan empresas serias, han dado a conocer fielmente, conforme avanza la campaña, las variaciones de opinión de los electores y hasta el nivel de abstencionismo. Si hubo variaciones repentinas, estas, como lo sabe cualquier estudiante, no obedecieron a una conspiración de las empresas, sino a la libertad de electores cada vez más independientes y críticos, y al cambio de circunstancias políticas. Es, por lo tanto, de mala fe y mal gusto tratar de mancillar lo que ha sido limpio y congruente. Peor aún es pretender controlar o limitar la realización de encuestas o la divulgación de sus resultados acudiendo a «amparos electorales», lo cual implica, ni más ni menos, promover la censura, algo totalmente contrario a nuestra Constitución y a los principios democráticos básicos.
Los aspirantes a conquistar el poder político en una democracia deben tener la capacidad de analizar la realidad con madurez y responsabilidad, o bien, de rebatir o reaccionar con espíritu racional. La tergiversación o la pretensión de confundir, además de ser un signo inequívoco de inmadurez, conspira contra quienes así actúan, además de infligirle un daño al partido que representan. Los militantes de un partido esperan que sus dirigentes asuman su responsabilidad con plenitud, en vez de transferírsela a otras personas o a sus propios fantasmas.
Fuente: La Nación. 11 de diciembre, 2001