La mejoría en el comportamiento ambiental está relacionada, casi sin excepción, con medidas generadoras de beneficios personales e inmediatos
El país no tiene un programa importante de reciclaje, y la legislación necesaria apenas está saliendo del Congreso
Los resultados de la última encuesta de Unimer para La Nación son desoladores en el campo ambiental. Visto con optimismo, el sondeo de opinión retrata algunos avances en el comportamiento de los costarricenses, pero la alegría se desvanece con un modesto ejercicio de reflexión. Los datos halagueños están relacionados, casi sin excepción, con medidas generadoras de beneficios económicos personales e inmediatos.
Es difícil saber si el cambio a favor de conductas amigables con el ambiente responde al aumento de la conciencia ecológica o al puro deseo de ahorrar. Los datos más bien conducen a sospechar esto último. Cuando el comportamiento favorable al ambiente exige el mínimo esfuerzo sin ofrecer una compensación inmediata, los avances son casi siempre insignificantes.
El porcentaje de personas que dijo utilizar bombillos halógenos y fluorescentes pasó del 30% en el 2002 al 48% en el 2010, pero la costumbre de separar los desechos plásticos apenas aumentó del 27% al 31% en el mismo periodo. En el primer caso, el ahorro de energía y la duración del bombillo aportan ahorros significativos. En el segundo, no hay un beneficio personal directo.
Los ejemplos abundan. Hay muchas menos personas dispuestas a gastar en vajillas de plástico cuando celebran fiestas o paseos, pero los ocho años transcurridos entre los estudios de opinión del 2002 y el 2010 no produjeron incrementos en la práctica de llevar las bolsas de regreso al supermercado para reutilizarlas. Un 55% sigue aficionado a las vajillas de plástico para ocasiones festivas, cuando hace ocho años los usuarios constituían el 80% de la muestra. Sin embargo, el número de personas capaces de tomarse la molestia de llevar bolsas a los supermercados apenas se incrementó del 30% al 31%, un dato dentro del margen de error de la encuesta.
La idea de que perseguimos el beneficio económico personal más que las prácticas favorables al ambiente explica por qué somos tan distintos en la casa y en el trabajo. En el hogar, mayoritariamente cerramos el tubo del agua mientras nos cepillamos los dientes (66%) y tomamos otras medidas para ahorrar agua y electricidad (68%), pero en el trabajo la factura corre por cuenta de otros y la “conciencia” ecológica cae del 68% al 46%, todavía una minoría. El 65% apaga las luces innecesarias en la casa, pero solo el 49% dijo hacer lo mismo en el trabajo.
Pese a los comportamientos contradictorios, la encuesta revela un dato esperanzador. El 20% de los ciudadanos dicen estar totalmente dispuestos a pagar más por productos ecológicos y otro 45% dice estar “algo dispuesto” a hacerlo. Un 58% incluso asegura estar anuente a pagar más impuestos con el mismo fin. Las preguntas exploran las intenciones y las respuestas no pasan de ahí, pero revelan algún grado de conciencia sobre la necesidad de incurrir en costos para proteger el ambiente y da pie para pensar que, en algún momento, la voluntad real de hacer el esfuerzo logre empatarse con las buenas intenciones.
Por lo pronto, la estrechez económica parece la mejor aliada del ambiente. Un largo proceso de educación en todos los niveles se hará necesario antes de que consigamos incorporar a la conducta buenas prácticas ecológicas, válidas aun para tiempos de holgura, cuando el ahorro se convierta en un beneficio incidental, no en la principal motivación. El momento habrá llegado cuando los comportamientos sean coherentes en el hogar, en el trabajo y en las áreas públicas. La tarea formativa corresponde a las aulas y a los educadores, pero también a los padres de familia, los patronos y los trabajadores.
El Estado puede contribuir en mucho si escucha las sugerencias de los propios ciudadanos y crea condiciones para inducirnos a pasar de bien intencionados a bien portados. Entre las sugerencias recogidas por la encuesta, muchas son sencillas y hasta obvias, pero no por ello alejadas de la realidad. El país no tiene un programa importante de reciclaje y la legislación necesaria apenas está saliendo del Congreso. En las calles y carreteras escasean los recipientes para desechos y en muchas regiones la basura se vierte a cielo abierto.
Fuente: La Nación